
La tristeza que a veces también corre con nosotros
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Cuando se habla de correr, casi siempre se habla de lo positivo.Del rush, del enfoque, de la fuerza que te da entrenar, del momento de cruzar la meta.
Pocas veces se habla de lo otro.....
De esa tristeza rara, sutil, a veces intensa, que también acompaña este deporte que amamos tanto. La que aparece cuando una lesión te obliga a parar y el cuerpo se queda inquieto, la que duele cuando un entrenamiento no sale como esperabas, aunque diste todo, la que se cuela cuando no logras el objetivo que tanto visualizaste, la que te incomoda cuando por cansancio o por caos de vida diaria te saltas un entrenamiento o esa cuando te enfermas y no puedes hacer nada más que esperar.
Y también aunque suene extraño la que llega después de lograrlo todo. Entrenaste, corriste, cumpliste la meta… y uno o dos días después, baja la adrenalina, el cuerpo se calma y aparece un vacío. Un bajón que cuesta explicar.
No estamos hablando de salud mental en términos clínicos.
Hablamos de eso que sentimos muchos que corremos con intensidad y entrega. Porque el running, cuando es parte de tu vida, te obliga a mirar hacia adentro. Y eso a veces incomoda.
Te enfrenta a ti mismo, a tus pensamientos, a tus exigencias, a tus vacíos y a tus logros también.
Es normal.
Porque cuando uno ama algo con todo, también se vuelve vulnerable a lo que pasa alrededor de eso.
Y eso está bien.
La tristeza no significa que estés haciendo algo mal.Significa que esto te importa. Que hay algo que te mueve tanto por dentro, que a veces duele un poquito por fuera.
Y no, no dura para siempre. Pero cuando pasa, conviene reconocerla. Nombrarla. Sentirla.
Porque a fin de cuentas, correr también es eso:
Una forma de encontrarte con todo lo que eres. Incluso en los días bajos.